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QUINTO A Educar allí nunca fue tan desafiante !

Quinto A
Mi viaje comenzó el día en que decidí dar un giro radical como docente, sin importar lo que tuviera que hacer para lograrlo. Y vaya que ha sido un proceso... La verdad es que todo lo que había intentado antes con Quinto A no había dado resultado: ni desahogarme con mis colegas, todas tan estresadas como yo, ni terapia con mi novio (hasta hartarlo), ni pasar horas frente a la compu trabajando en proyectos nuevos, planillas y registros hasta quedarme con los ojos secos y el trasero adormecido, ni salir a tomar una cerveza esperando que, por arte de magia, el lunes todo se resolviera... Estaba en un punto de no retorno. Así que me prometí a mí misma: el nuevo año lectivo sería diferente. No quería terminar con una licencia psiquiátrica por estrés, como la seño Adri, ni caer en depresión como Mercedes. No, eso no iba a ser mi destino. Iba a probar todo lo que existiera para sentirme mejor en la escuela y, de paso, sacar adelante al grupo de niños que la vida me pusiera a cargo. Después de todo, no podía haber un grupo más desafiante que Quinto A. Cualquiera que me tocara este año sería un premio después de aquella maratón. Es que Quinto A no era solo un curso, era una prueba de resistencia. Eran 25 estudiantes, 16 niñas y 9 niños, pero el 70 % tenía algún informe de un profesional con sugerencias utópicas y estrategias ridículas de implementar en el aula. El otro 30 % necesitaba asistencia profesional de algún tipo... y no la estaba recibiendo. Era "el aula heterogénea modelo": niños con problemas serios de conducta, trastornos del espectro autista en todas sus variantes, dislexia por doquier, TDAH puros y combinados, trastornos del lenguaje, problemas de procesamiento sensorial, ritmos de aprendizaje desde extremadamente lentos hasta vertiginosos... y ni hablar de las situaciones familiares que hacían que cualquier manual de psicología infantil se quedara corto. Quinto A lo tenía todo. Más desafiante que enseñar en Quinto A, no existía. Recuerdo perfectamente el día en que la directora nos asignó los nuevos grados para el ciclo siguiente. Diciembre, calor abrasador. Mientras descolgaba la última lámina del aula, mi compañero me avisó que ya estaban todos reunidos en el aula de Primero para la reunión con la directora. Sentía esa calma post tormenta, esa sensación de haber sobrevivido a un naufragio. Había sido un año de locura, en estado de alerta permanente, aprendiendo sobre la marcha a enfrentar crisis, episodios de autolesiones... ¡Dios mío, qué año! Aún tenía moretones en los brazos de uno de los episodios de Carlitos. ¡Qué fuerza tenía ese niño! En ese momento, agradecí a Dios que sus golpes hubieran dado en mis brazos y no en los de algún compañero. Suspiré aliviada, como quien deja atrás un mal recuerdo. Mis compañeras estaban ansiosas y expectantes por conocer la nueva asignación, mientras Pablo, el profe de educación física, y Joaquín, el profe de artes visuales, bromeaban sin cesar. Me sumé a ellos, formando un trío de docentes que parecía estar más allá del bien y del mal. Nos reíamos de pavadas como si fuéramos los niños del fondo del salón. Y entonces, el universo decidió poner a prueba mi determinación. La directora dijo mi nombre, y después, como un eco infinito en mi cabeza, escuché: —Quinto A. Todo pareció derrumbarse dentro de mí. Otra vez Quinto A. No, no, no. Esto no estaba en mis planes... Inmediatamente decidí actuar. Reclamé aquella injusticia con toda la firmeza que me quedaba. Pero mi reclamo se estrelló contra la impenetrable muralla de la organización escolar. No quise escuchar las innumerables justificaciones que la directora me ofrecía, solo registré las únicas palabras que realmente importaban: —No puedo cambiarte de grado. Un sudor frío me subió por la espalda. Quería salir corriendo en la dirección opuesta a esa reunión. Pero la poca lucidez que aún me quedaba me ancló en la silla. Mis herramientas habituales en momentos de confrontación no servían mucho en ese contexto: congelarme, hacer comentarios sobre el clima, quedarme con la mente en blanco o, mi clásica favorita, llorar repentinamente tan pronto como estaba fuera de vista. Y, bueno, eso último fue exactamente lo que hice al llegar a casa. Ese verano, en un intento desesperado por encontrar respuestas, empecé a leer libros sobre el sentido del ser, el propósito de la vida y el crecimiento personal. Lo primero que descubrí fue que absolutamente todos los libros tenían un tono espiritual. Sus autores no eran místicos, ni profesionales con cuarenta y cinco doctorados, ni superhéroes con poderes mágicos. Eran personas comunes y corrientes… como yo. La diferencia es que ellos habían sobrevivido a guerras, enfermedades incurables, la pérdida de seres queridos, accidentes que los dejaron en coma, ¡incluso experiencias cercanas a la muerte! Cosas mucho más difíciles que... bueno, que un Quinto A. Pensé de inmediato: Si ellos pudieron con todo eso, yo quiero poder con Quinto A. Seguiré sus pasos. En algún lado del libro leí: El éxito deja pistas. Así que ahí estaba yo, tomando notas como si me estuviera preparando para una expedición de supervivencia en la jungla… o, en mi caso, en el aula. Noté que en mis apuntes aparecían una y otra vez palabras como espiritualidad, conexión con la divinidad y confianza. Entonces, me hice una pregunta incómoda: ¿he cultivado mi espiritualidad? Yo también rezaba todas las noches. Le pedía a Dios fuerza, paciencia, templanza… y que Carlitos faltara a la escuela al menos un día. Pero, a pesar de todo, mi caos matutino seguía exactamente igual. Entonces, ¿qué estaba haciendo mal? Fue ahí cuando entendí que esos libros hablaban de otro tipo de relación con Dios, con el universo, con el Creador. No se trataba de hacer una lista de pedidos ni de exigir soluciones a mi medida. No se trataba de decirle a Dios qué tenía que hacer para complacerme y cómo debía hacerlo. Se trataba de confiar en su guía amorosa, de aceptar que todo lo que nos presenta—por más incomprensible que parezca—es para nuestro bien y un bien mayor . Decidí que iba a confiar. No más súplicas desesperadas del tipo: “Dios mío, te prometo que organizaré una misión humanitaria a la Antártida si hoy Carlitos no me convierte la clase en un episodio de supervivencia extrema.” No más negociaciones con lo divino. Solo agradecer y confiar en que Él estaba conmigo. Con el tiempo, empecé a notar algo. No eran solo los libros ni las frases inspiradoras las que me daban fuerzas. Era esa sensación de que no estaba sola. Hubo una frase que resonó en mí de una manera misteriosa, como un “momento aha” de los grandes: “Dios no elige a los preparados, prepara a los elegidos.” Claro, me dije, yo nunca me sentí preparada para estar en Quinto A, pero Él me eligió. Y lo entendí. No había sido la directora quien me puso en Quinto A. Dios me había puesto allí. No por castigo, sino porque tenía algo que aprender, algo que dar a esos niños, a esas niñas… y a Carlitos también. Porque este era el camino que Él tenía para mí. Esa noche me quedé dormida con un libro sobre el pecho y soñé. En mi sueño, Dios me hablaba y me decía: “Eres tú. Eres tú a quien elegí para dar a cada niño y a cada niña lo que necesita para florecer. Y todo lo que necesitan, ya lo tienes dentro de ti. Sí, tú. Sé que no comprendes del todo por qué te elegí. Así que escucha. Sé que el año pasado fue difícil para ti. Vi tu resistencia, sentí tu esfuerzo descomunal. Sé que muchas noches quisiste rendirte, pero cada amanecer te encontraba de pie, lista para ir a la escuela. Sé del nudo en tu estómago, de las jaquecas causadas por preocuparte por todo y por todos. Sé cuánto anhelabas recuperar el control y cuánto te asustaba no lograrlo. Te conozco. Conozco cada rincón de tu precioso corazón. Hoy quiero que recuerdes esto: cada reto que enfrentes, cada obstáculo que parezca insuperable, forma parte de tu misión. Una misión única, tuya y solo tuya. Tienes todo lo necesario para estar a la altura. Tu fuerza es inmensa, porque viene de mí. Pero si dudas, si dejas que el miedo te haga sentir pequeña, recuerda: no estás sola. Puse en ti todo lo necesario para este viaje. Confía. Lo que necesitas se revelará cuando estés abierta y segura. Te elegí por tu corazón inmenso de maestra. Te elegí porque esos niños esperan cada uno de tus cuentos, tus cantos y tus abrazos. Te elegí porque esos niños te aman. Sé que la vorágine del día a veces hará que olvides que eres la elegida para ellos, que estoy contigo. Y entonces volverás a preocuparte, intentarás, una vez más, resolverlo todo sola. Por eso, busca en los ojos de los niños mi mirada, en su risa mi complicidad. Quiero que lo recuerdes siempre: cuando las dificultades te parezcan demasiado pesadas, toma mi mano. Te elegí, y estoy contigo”. Así fue como inicié un nuevo ciclo lectivo en Quinto A. Cada vez que el caos amenazaba con desbordarme, repetía en mi mente: Me tomo de la mano de Dios. Cerraba los ojos por un segundo e imaginaba esa mano firme y amorosa guiándome. Entonces, podía respirar. Entonces, podía seguir desde un lugar más amoroso, sintiéndome asistida y acompañada. Ahora lo entiendo: es igual de fácil creer que Dios está tomado de mi mano como creer que estoy sola e impotente frente a situaciones difíciles. Toma la misma cantidad de energía y la misma concentración. Entonces, ¿por qué preferí tanto tiempo el drama? No lo sé. corazón. Mi Quinto A. Lo que sí sé es que hoy agradezco estar con estos niños y niñas que tanto me enseñan y que ya están en mi Mariana de Anquín

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