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Mańanas Conscientes .

Mañanas Conscientes
Llegué a la escuela con el corazón latiendo como un tambor. Apenas había tenido tiempo de desayunar y mi bolso rebosaba de papeles que pensaba corregir en algún momento del día. Subí las escaleras corriendo, con los brazos llenos de materiales, mientras repasaba mentalmente todo lo que tenía pendiente. Cuando llegué al aula, vi a Constanza en el pasillo. Caminaba despacio, con la espalda erguida y una ligera sonrisa en los labios. Sostenía un cuaderno con una mano, mientras con la otra saludaba a los niños que pasaban, inclinando un poco la cabeza para mirarlos a los ojos. —¡Buen día, Katy! —dijo Constanza con calidez, deteniéndose por completo. Su voz era suave pero clara, como si cada palabra tuviera un propósito. Quise darle un beso en la mejilla, pero mi pómulo chocó con el de ella. -Siempre hago lo mismo ¡Que torpe!-pensé —¡Perdón! —dije, riéndome con cierta vergüenza por mi torpeza—. No pasa nada. Buen día, compañera. Sin esperar respuesta, entré al aula apresurada. Sin embargo, no pude evitar notar cómo los niños que hablaban con Constanza salían más tranquilos, con una sonrisa en el rostro. Era como si ella tuviera un aura especial, una calma que se contagiaba. "¿Cómo lo hace? ¿Hará yoga o algún arte marcial que la deja así, con esa paz de espíritu? Sea lo que sea, yo también quiero eso", pensé para mis adentros… pero no tan para adentro, porque Emilia me recordó: —Seño, está de nuevo hablando sola. Esa niña era mi sombra y mi ayudante predilecta… claro, eso nadie lo sabía. Más tarde, mientras tomábamos un café en la sala de maestros, me dejé caer en la silla con un suspiro que sonó casi como un quejido. Vi a Constanza con su taza y pensé: "Esta es mi oportunidad de revelar el secreto de su paz mental." —Constanza, ¿cómo hacés para estar siempre tan… tan… no sé cómo decirlo…tan centrada? Yo me siento en rojo —dije, señalando el termómetro emocional que colgaba de la pared—. Estoy en modo colapso total. Constanza me observó con curiosidad. Llevó el café a sus labios, tomó un sorbo lento y luego lo dejó sobre la mesa. —No siempre fue así —confesó—. Pero hace un tiempo descubrí algo que transformó mis mañanas… y mi día entero. Quería conocer ese algo ya mismo. Me incliné hacia adelante, como queriendo apurar sus palabras. —Es una técnica muy sencilla y a la vez súper efectiva —continuó Constanza, sacando de su bolso una pequeña pizarra decorada con dibujos hechos por los niños—. La llamo “Mañanas Conscientes”. Cada mañana, me tomo unos minutos para respirar, cerrar los ojos y conectar con lo que me rodea. Antes de que pudiera continuar, el timbre anunció el fin del recreo. ¡Maldición! pensé, justo cuando llegaba la mejor parte. Las risas, gritos y las carreras de los niños se apagaron poco a poco. Tenía que regresar al aula. De reojo, intentando mirar disimuladamente, eché un último vistazo a la pizarra de mi compañera antes de que la guardara en su bolso. Unos números grandes, escritos con tiza de colores, captaron mi atención: 5, 4, 3, 2, 1. ¿Qué significarán? pensé mientras caminaba hacia mi clase. A lo largo del día, esos números seguían rondando mi cabeza, como un eco silencioso pero insistente, como si cada número tuviera algo más que decirme. Al terminar la jornada, me sentía exhausta. Me apuré para poder hablar con Constanza antes de que se retirara. Guardé todo en mi gran mochila, dejé unos buzos olvidados en la caja azul y miré el letrero y las grandes caritas tristes que lo acompañaban: "Fui abandonado. Quiero volver con mi dueño. Ayúdame." Sonreí, pues era mi nuevo invento para tocar la fibra sensible de los despistados y lograr que, por fin, dejaran de perder sus pertenencias. Cuando finalmente llegué al patio, Constanza llevaba las llaves del auto en la mano. —¡Esperá! —le grité—. ¡Quiero saber cómo se usa esa pizarra! Constanza sonrió con calidez, se giró con tranquilidad, guardó las llaves en el bolsillo y, con un gesto pausado, acomodó su cartera marrón, que combinaba perfectamente con su cinturón y sus sandalias. —Mirá, es muy simple. Cerramos los ojos, respiramos profundo y seguimos este orden: —Cinco respiraciones profundas. Esto nos ayuda a bajar unos cambios, a hacer una pausa y centrarnos para conectar con nuestro cuerpo. —Luego, cuatro: nombramos cuatro cosas que podemos ver. Cuando lo haces, notarás que vuelves al presente, al aquí y ahora. —Sigue el tres: nombramos tres cosas que podemos escuchar. Para esto necesitamos hacer silencio, y mientras afinamos más y más nuestro sentido de la audición, vas a sentir cómo la calma llega a ti. —Llegamos al dos, mi parte favorita: decimos afirmaciones positivas para nosotras mismas. Me gusta empezar con “yo puedo…” o “yo soy…” —Y, por último, ¡chan, chan!, el preferido de los niños: hacemos un ‘choque los cinco’ con nuestro corazón (o nos damos un abrazo fuerte), conectando con esa sensación de amor propio. Escuchaba con atención, casi hipnotizada por la voz tranquila y serena de mi colega. Unos días después, me enfrenté a una situación tensa en el aula. Uno de los niños se negaba a participar en la actividad grupal y empezó a desordenar todos los materiales. La frustración comenzó a subir como una ola, pero esta vez, algo dentro de mí me hizo detenerme. "Mi termómetro no llegará al rojo, no más", pensé con determinación. Cerré los ojos, respiré hondo y recité los números: "5, 4, 3, 2, 1. Empecemos." Tomé aire por mi nariz y lo solté despacio. Mientras lo hacía, noté que sin darme cuenta, había estado hablando en voz alta. Al ver la curiosidad en los ojos de los niños y a Emilia haciendo un gesto de "la maestra se volvió loca", me detuve. —Es una técnica mágica para calmarnos y sentirnos más felices —les expliqué, poniendo cierto misterio en mi tono de voz, para generar un clima de suspenso y así captar su atención—. Es algo que podemos hacer todos juntos para afrontar el resto del día con mucha más calma y alegría. ¿Se animan? En voz baja, casi susurrando, comencé: —5, cinco respiraciones profundas. Inhalen y exhalen lentamente, sintiendo cómo el aire entra y sale de su cuerpo. Los niños empezaron a respirar más despacio, siguiendo el ritmo que les marcaba. Luego añadí: —4, cuatro cosas que podemos ver. Cada uno, en su cabeza, nombre cuatro cosas que vea en el aula. Los niños comenzaron a mirar a su alrededor, más atentos que nunca. Luego continué: —3, tres sonidos. Vayan contando con los dedos mientras escuchan. El aula se sumió en un silencio absoluto. De pronto, Pedro levantó la mano exclamando: —¡El ventilador! Asentí con una sonrisa y, al ver que los niños comenzaban a hablar en voz alta, les recordé suavemente: —Muy bien, pero recuerden usar la voz de la mente, como si estuvieran hablándose a ustedes mismos. —Y ahora, 2. Dos cosas que puedan decirse a ustedes mismos para sentirse orgullosos. Pueden ser pequeñas cosas, como: "Soy valiente" o "Soy muy divertido". Acomodé mi cabello, pestañeé varias veces con dramatismo, elevé los brazos y giré sobre mí misma, declarando: “¡Soy hermosa!”. Las risas inundaron el aula. —Ustedes no tienen que hacer esta payasada, solo piensen en decirse algo bonito a ustedes mismos —dije, adelantándome a lo que me imaginé que podría suceder: todos girando como el ballet del Teatro Colón por toda el aula. No, eso no lo deseaba. Volví a crear clima, hablando en susurros. —Y, por último, 1. Un abrazo fuerte, fuerte, a nosotros mismos. ¡Así, miren! Los niños, algo sorprendidos al principio, comenzaron a cruzar los brazos sobre su pecho y se abrazaron con ternura. Una risa tímida comenzó a expandirse entre ellos, mientras la calma se instalaba en el aula, como si todos estuvieran dentro de una burbuja de tranquilidad y conexión. En ese instante, volví a mirar al niño que se había mostrado más reticente. Me acerqué a él, pero en lugar de la frustración que normalmente sentía, mi voz transmitía una serenidad que no sabía que podía encontrar en medio de una situación tan desafiante. —¿Te gustaría unirte ahora? —le pregunté con suavidad, como si todo lo que había hecho antes hubiera creado un puente entre nosotros, un puente de calma. Al final del día, cuando los niños ya se habían ido y yo recogía cuadernos de mi escritorio, no pude evitar sonreír al recordar la pizarra de Constanza. Ahora lo entendía. No se trataba solo de una técnica: era una llave para conectar con el momento presente y encontrar en él la fuerza y la calma necesarias para seguir adelante. Mariana de Anquin

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